¿Por qué a un psicólogo le suspenden la matrícula por denuncias de abuso y a un ginecólogo no?

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La semana pasada se dio a conocer la noticia de que el Colegio de Psicólogos del Distrito XII suspendió la matrícula de un profesional denunciado por abusar de sus pacientes. Una decisión que, aunque insuficiente, marca algo importante: un colegio profesional puede accionar éticamente sin esperar una sentencia judicial.

Pero, ¿qué pasa cuando las denuncias son contra médicos, ginecólogxs u obstétricxs?

¿Por qué los colegios médicos o los ministerios de salud no actúan del mismo modo?

La respuesta no está solo en la ley, sino en el poder.

Mientras los colegios de psicología tienen autonomía para sancionar conductas éticas —porque entienden que el vínculo terapéutico se basa en la confianza, la palabra y la vulnerabilidad—, la mayoría de los colegios y ministerios médicos protegen las matrículas hasta que haya una condena firme.

En los hechos, esto significa que un profesional denunciado puede seguir atendiendo, incluso a mujeres y personas gestantes en situación de vulnerabilidad.

No es casualidad.

El campo médico ha sido históricamente una de las estructuras más cerradas y jerárquicas del sistema patriarcal: protege a los suyos, silencia a las víctimas y prioriza el “prestigio de la profesión” antes que el derecho a la reparación.

La violencia ginecobstétrica, los abusos en consultorios o partos y el trato cruel hacia quienes buscan atención no son hechos aislados: son parte de una cultura que habilita y encubre.

Cuando un psicólogo abusa, se entiende que violó el núcleo ético de su práctica.

Cuando un ginecólogo abusa, se lo trata como una excepción, un “caso policial”, no como una falla estructural del sistema médico.

Esa diferencia no es técnica: es política.

El sistema médico no solo cura: ordena, clasifica y controla.

Durante siglos, la medicina ha sido una herramienta de disciplinamiento de los cuerpos, especialmente de los cuerpos feminizados, gestantes, disidentes y racializados.

A través del saber médico, se impusieron normas sobre cómo deben nacer, parir, abortar, sentir y vivir esos cuerpos.

Esa autoridad se sostiene en una estructura de poder que se disfraza de “ciencia”, pero que en realidad reproduce jerarquías de género, clase y raza.

La violencia ginecobstétrica no es una desviación individual: es una forma institucionalizada de control sobre la autonomía corporal.

Por eso, cuando un médico o una institución médica es denunciada, el sistema tiende a protegerse a sí mismo: no solo porque hay intereses corporativos, sino porque se está defendiendo un orden simbólico que coloca al saber médico por encima de la experiencia y la palabra de las personas atendidas.

En ese marco, la suspensión de una matrícula por razones éticas se vuelve impensable: sería reconocer que el poder médico también puede dañar, y que el ¨cuerpo paciente¨ tiene derecho a cuestionar la autoridad que lo interviene.

Nombrar la violencia ginecobstétrica es, entonces, nombrar la matriz de poder que naturaliza el dolor, la humillación y el silenciamiento. Es disputar el sentido mismo de lo que entendemos por salud, por cuidado, por cuerpo y por autonomía.

Necesitamos una ética que repare.

Desde la Campaña Nacional contra la Violencia Ginecobstétrica sostenemos que esto no se trata de punitivismo por punitivismo, sino de reconstruir una ética profesional basada en el cuidado, el respeto y la escucha. Se trata de revisar valores, de entender que el cambio es posible solo con el sistema de salud como parte indispensable para transformar el paradigma.

El camino es con lxs profesionales, en una revisión consciente de sus prácticas, hasta erradicar esta violencia.

Porque es con ustedes, no contra ustedes.

Porque el silencio entre profesional también es una forma de complicidad.

Porque ningún cuerpo más debe ser vulnerado por quienes juraron cuidarlo.

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