¿Cómo esperar un sistema de salud respetuoso con nosotras, si es violento con quienes lo sostienen?

Flor De Rafael

Cuando hablamos de violencia ginecobstétrica, muchas veces nos encontramos con respuestas defensivas del sistema de salud: “no fue con mala intención”, “no hubo violencia”, “hacemos lo que podemos”. Y es cierto: hacen lo que pueden. Pero lo que se puede, muchas veces, no alcanza.

Lo cierto es que el sistema de salud arrastra niveles altísimos de violencia estructural. Violencia que se expresa entre sus trabajadores y trabajadoras, en relaciones jerárquicas abusivas, maltrato laboral, desigualdades de género, precarización, dobles y triples jornadas, techos de cristal, infantilización de las mujeres profesionales, y ni hablar de las condiciones a las que se enfrentan quienes no encajan en el molde cis, blanco, heterosexual y normativo.

Las instituciones de salud funcionan muchas veces como verdaderos campos de batalla: sectores que no se hablan entre sí, internas profesionales, sueldos desiguales, maltrato naturalizado, guardias sin descanso, tareas delegadas sin reconocimiento, formación basada en la obediencia y la verticalidad. No se trata solo de malas prácticas individuales, sino de una cultura institucional que reproduce violencia, y donde quienes trabajan en salud también son víctimas de ella.

Y esa violencia tiene género. A pesar de que el sistema de salud está sostenido en gran medida por mujeres —enfermeras, trabajadoras sociales, médicas generalistas, acompañantes, administrativas—, los espacios de decisión, formación y poder siguen siendo profundamente masculinizados. Son pocos los cargos jerárquicos ocupados por mujeres, y aún menos si miramos quiénes diseñan las currículas, quiénes conducen hospitales, quiénes toman decisiones sobre políticas públicas. Esta brecha no solo es injusta, sino que también influye directamente en cómo se piensan y se habilitan los modelos de atención.

En muchos hospitales, la medicina todavía se enseña y se ejerce desde un paradigma autoritario, patriarcal y biomédico, donde lo emocional queda afuera, donde se forma desde el miedo, desde la deshumanización, desde la repetición de jerarquías. En ese modelo, el respeto por la autonomía, la escucha, la empatía y el consentimiento brillan por su ausencia.

Entonces, la pregunta se impone:

Sabemos que la violencia ginecobstétrica no es un problema individual. No es “una médica mala” o “un obstetra violento”. Es parte de un entramado más amplio, donde la cultura institucional habilita, perpetúa y reproduce prácticas deshumanizantes. No alcanza con pedirle a les profesionales que “sean más empáticos” si no revisamos cómo los formamos, en qué condiciones trabajan, qué lugar tiene el poder y qué se entiende por autoridad en el sistema de salud.

La transformación real de la atención ginecobstétrica no va a venir solo con leyes o protocolos. Va a venir cuando seamos capaces de mirar el todo: cuando hablemos del sistema de salud también como un espacio de disputa política y cultural. Cuando comprendamos que erradicar la violencia ginecobstétrica implica también transformar las condiciones laborales de quienes trabajan en salud. Y cuando, sobre todo, dejemos de normalizar que se forme en la violencia para después pretender que se asista desde el respeto.

El desafío es enorme, pero urgente: reconstruir el sistema desde adentro, para que ninguna más tenga que parir con miedo, ni atender con miedo. Y para que todas podamos habitar el sistema de salud —desde donde sea— con respeto, soberanía y libertad.

Flor De Rafael

Activista de este Campaña, militante feminista, diseñadora web.

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